Jhon era el más joven del grupo. Montaba su blanco caballo, quieto, en
la gran llanura junto a sus compañeros. Los estandartes enemigos se divisaban
en la lejanía mientras su capitán, con espada en mano, bramaba palabras de
ánimo y esperanza.
El ruido de la guerra, el ruido previo a la devastación, llenaba por
completo la mente del joven e inexperto soldado. Él sabía que esta guerra estaba
perdida pero que sería determinante para las siguientes generaciones.
Los soldados siempre luchaban por el reino, por el rey, pero... ¿qué
pasaba con los ciudadanos?¿Qué pasaría con Aife, su esposa? Las leyes le impedían rechazar ir al campo de batalla, la llamada de su capitán siempre
debía ser más importante que la de cualquier persona con un rango inferior al
suyo.
Comenzó a recordar como su padre salió con su tropa en alguna guerra
anterior que él no alcanzaba a recordar, la incertidumbre de no saber que
ocurría fuera de las murallas de la ciudad ahogaba los corazones de las
personas que se quedaban atrás. Él era muy pequeño en aquel entonces y su madre
solo podía intentar distraerle para que no pensase en la batalla que se
disputaba. Recordó el momento en que la tropa volvió a la ciudad, el joven Jhon, expectante de que su
padre apareciese por el portón, quedó desolado al ver que lo único que regresó
era su escudo, el cual portaba ahora él en este momento.
Jhon levantó la cabeza hacia el cielo despejado que presentaba ese
fatídico amanecer, maldijo a los dioses por mandarlo ese día a ese lugar.
Desearía estar al lado de su mujer en el parto de su primer hijo, lo llamarían
Argus. Sonrió con ese último pensamiento.
La guerra estaba a punto de empezar, Jhon bajó la cabeza, miró al frente
y con decisión aceptó la batalla que debía afrontar. Jhon y sus compañeros
mantuvieron la posición, las líneas enemigas comenzaron a avanzar, las banderas
ondeaban al galope de los caballos y los tambores comenzaron a sonar.
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