—Madre. Me marcho ya.
—dijo Argus mientras abrazaba a Aife.
—Ten cuidado hijo. Vuelve
sano y salvo. —Se despidió Aife con lágrimas en los ojos.
Ella siempre despedía con
tristeza a su hijo. Cuando él vestía su traje de soldado y marchaba al campo de
batalla no podía evitar recordar a Jhon, el padre de Argus, que murió en la
guerra hace veinte años.
Tras despedirse de su
madre, Argus fue hasta el pie del castillo de Nhast, un impetuoso edificio de
piedra maciza que parecía poder resistir cualquier ataque con sus gruesas
murallas. En el patio del castillo se reunían todos los soldados con su capitán
para emprender la marcha.
En esta ocasión, al
escuadrón al que pertenecía Argus, le habían asignado la misión de ir a
explorar el Desfiladero del Infierno.
Estaba a medio día de
camino de la ciudad. El escuadrón tenía que limpiar la zona de cualquier
criatura que pudiese poner en peligro a los ciudadanos de Nhast, a los viajantes,
o a los mercaderes.
Los guerreros se
preparaban con su equipamiento más pesado para guardar el frente de batalla. Por
otro lado, los arqueros se armaban con arcos y flechas para cubrir la
retaguardia.
Un escuadrón de 15
soldados junto a su capitán marchó hacia el Desfiladero del Infierno. El lugar
era fácil de reconocer, parecía como si alguien hubiese partido la tierra con
un hacha gigante, o así lo contaban siempre en la escuela cuando eran pequeños.
En los resquicios del desfiladero había muchas cuevas y túneles que los Baskahl
usaban como escondite cuando el ocaso llegaba.
Los humanos llamaban Baskahl
a las criaturas que vivían salvajes por las regiones montañosas y que se
dedicaban a atacar a cualquier ser para poder alimentarse. Parecían osos
feroces de gran tamaño con una silueta que se asemejaba al de los perros. Tenían
unos enormes colmillos que sobresalían de sus fauces, pero lo peligroso de los Baskahl
era su saliva, que estaba lo suficientemente contaminada como para hacer
enfermar a la presa que mordiese en cuestión de minutos, si no la mataba antes,
y, además, la fuerza que les otorgaba su gran tamaño y sus afiladas garras que podían
convertir en astillas el tronco de un árbol.
Los soldados de Nhast se
encargaban de evitar que los Baskahl viviesen lo suficiente como para ser una
amenaza, por eso se realizaban viajes al Desfiladero del Infierno con
frecuencia. No era la primera expedición de Argus, llevaba ya cinco años de
servicio y había sobrevivido a todos los peligros a los que se enfrentaban.
A mitad de camino, el
grupo decidió descansar e idearon una estrategia de contraataque ante la posibilidad
de algún ataque de los Baskahl. Se levantaron muy temprano y llegaron al Desfiladero
del Infierno antes del mediodía. El sol estaba en su plenitud y se podía ver
perfectamente las cuevas que se formaban en los peñascos.
Ya se podían divisar los Baskahl.
Los más atrevidos estaban al acecho, expectantes de que algún humano cometiese
la imprudencia de entrar en su territorio. El grupo que iba en el frente era el
de los guerreros, más atrás se quedaban los arqueros con los arcos listos con la
intención de acabar con ellos.
Empezaron a disparar, pero
los Baskahl eran muy rápidos, esquivaron y rompieron las flechas con sus
mandíbulas y alcanzaron a los hombres. Comenzó así una sangrienta batalla.
A pesar de que los Baskahl
eran jóvenes, tenían la suficiente fuerza para derribar a un hombre de un
zarpazo, y así fue, más de un guerrero saltó por los aires con graves heridas
de garras en los brazos y torso.
Los arqueros disparaban
flechas lo más rápido que podían pero solo eran efectivas aquellas que
acertaban en los ojos o la boca del Baskahl, la gruesa piel hacía de escudo
natural para los proyectiles.
Eran cinco de ellos y, en
pocos minutos, habían acorralado a los hombres que intentaban resistir. El
grupo de humanos se había reducido así que optaron por utilizar la estrategia
de combate que habían ideado.
Los arqueros distrajeron
a los Baskahl mientras los guerreros pasaban por debajo de ellas y atacaban
directamente a sus estómagos. Ésta era una estrategia arriesgada porque los Baskahl
no dudarían en atacar a los guerreros que se encontraban bajo ellas.
Argus pasó por debajo de
una de las grandes bestias y acuchilló a una de sus patas traseras dejándola
sin estabilidad, así los arqueros pudieron apuntar mejor a sus puntos flacos. El
resto del grupo lo imitó, aunque fueron pocos los que salieron ilesos.
Consiguieron
abatir a dos de las enormes criaturas y, entonces, las tres restantes
enfurecieron. Comenzaron a golpear todo lo que estuviese a su alcance, el grupo
de humanos tuvo que aferrarse a su agilidad para no sucumbir ante los ataques. Los
Baskahl, ciegos
de cólera, se atacaban
entre sí, chocaban contra las paredes del desfiladero y provocaban
desprendimientos.
Dos de ellos
comenzaron a pelear y mientras se debatían entre fieros mordiscos, los arqueros
seguían lanzando flechas, esta vez más precisas que las anteriores. Ambos
cayeron y solo quedaba uno, el capitán lo enfrentó cara a cara para que se
distrajese con él. Tuvo que hacer uso de toda su experiencia para no ser
alcanzado por la bestia.
Se cubría con
su escudo para no ser arrojado y la provocaba con la espada, pero en uno de los
ataques de la criatura, ésta le arrancó el escudo lesionando el brazo del
capitán. Cuando ya estaba a su merced, una de las flecha entró por su ojo haciéndolo
retorcerse de dolor. Los guerreros socorrieron al capitán y la espada de uno de
ellos fue directa a la garganta del Baskahl.
Habían perdido
a tres hombres que habían sido alcanzados por sus colmillos y otros dos estaban
gravemente heridos entre las rocas que se habían desprendido, los demás, que
solo tenían lesiones superficiales, se llevaron a sus compañeros heridos de
vuelta a casa donde les aclamaron y vitorearon.
Los heridos
los llevaron a los sanadores del castillo, los mejores de todo Nhast, y a los difuntos se les realizó un
funeral digno de un héroe.
Argus volvió a casa donde le recibió su madre, dándole gracias a los dioses
porque su hijo se encontraba bien.
—Han dicho que la cacería ha sido muy sangrienta. ¿Estás bien?
—preguntaba preocupada Aife.
—Sí madre —contestó Argus— .Esta vez las bestias casi nos cazan a
nosotros, pero hemos conseguido sobrevivir de algún modo —Hizo una breve
pausa— .Madre, el general Cuthos me ha pedido que mañana vaya a verle.
Argus y Aife siempre intentaban evitar hablar de esos temas que
provocaban una alta tensión en el ambiente, si alguien reclamaba al joven
soldado significaba que iría en alguna otra misión peligrosa y Aife se volvería
a quedar sola.
—¿Otra vez?¿Qué quiere el general esta vez? ¿Qué vayas a las Cumbres
Nevadas a acabar con los trols? — Aife levantaba la voz dejando en evidencia
la ironía y el desacuerdo por su parte de un nuevo viaje de Argus.
—No lo creo madre. Mañana veré qué es lo que quiere y te lo diré lo más
pronto posible —dijo en un tono amable para intentar tranquilizarla— .Pienso cargar con el honor que mi padre no
tuvo oportunidad de llevar. Te lo prometo.
Las palabras de Argus sonaron como una bendición y, a la vez, una
tragedia para Aife. Su hijo estaba dispuesto a luchar por el reino y por su
padre y no podía detenerle, era su deber como hijo de un soldado.
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