viernes, 8 de mayo de 2015

El brillo de una nueva esperanza 1

—Madre. Me marcho ya. —dijo Argus mientras abrazaba a Aife.

—Ten cuidado hijo. Vuelve sano y salvo. —Se despidió Aife con lágrimas en los ojos.

Ella siempre despedía con tristeza a su hijo. Cuando él vestía su traje de soldado y marchaba al campo de batalla no podía evitar recordar a Jhon, el padre de Argus, que murió en la guerra hace veinte años.

Tras despedirse de su madre, Argus fue hasta el pie del castillo de Nhast, un impetuoso edificio de piedra maciza que parecía poder resistir cualquier ataque con sus gruesas murallas. En el patio del castillo se reunían todos los soldados con su capitán para emprender la marcha.
En esta ocasión, al escuadrón al que pertenecía Argus, le habían asignado la misión de ir a explorar el Desfiladero del Infierno.

Estaba a medio día de camino de la ciudad. El escuadrón tenía que limpiar la zona de cualquier criatura que pudiese poner en peligro a los ciudadanos de Nhast, a los viajantes, o a los mercaderes.
Los guerreros se preparaban con su equipamiento más pesado para guardar el frente de batalla. Por otro lado, los arqueros se armaban con arcos y flechas para cubrir la retaguardia.

Un escuadrón de 15 soldados junto a su capitán marchó hacia el Desfiladero del Infierno. El lugar era fácil de reconocer, parecía como si alguien hubiese partido la tierra con un hacha gigante, o así lo contaban siempre en la escuela cuando eran pequeños. En los resquicios del desfiladero había muchas cuevas y túneles que los Baskahl usaban como escondite cuando el ocaso llegaba.

Los humanos llamaban Baskahl a las criaturas que vivían salvajes por las regiones montañosas y que se dedicaban a atacar a cualquier ser para poder alimentarse. Parecían osos feroces de gran tamaño con una silueta que se asemejaba al de los perros. Tenían unos enormes colmillos que sobresalían de sus fauces, pero lo peligroso de los Baskahl era su saliva, que estaba lo suficientemente contaminada como para hacer enfermar a la presa que mordiese en cuestión de minutos, si no la mataba antes, y, además, la fuerza que les otorgaba su gran tamaño y sus afiladas garras que podían convertir en astillas el tronco de un árbol.

Los soldados de Nhast se encargaban de evitar que los Baskahl viviesen lo suficiente como para ser una amenaza, por eso se realizaban viajes al Desfiladero del Infierno con frecuencia. No era la primera expedición de Argus, llevaba ya cinco años de servicio y había sobrevivido a todos los peligros a los que se enfrentaban.

A mitad de camino, el grupo decidió descansar e idearon una estrategia de contraataque ante la posibilidad de algún ataque de los Baskahl. Se levantaron muy temprano y llegaron al Desfiladero del Infierno antes del mediodía. El sol estaba en su plenitud y se podía ver perfectamente las cuevas que se formaban en los peñascos.

Ya se podían divisar los Baskahl. Los más atrevidos estaban al acecho, expectantes de que algún humano cometiese la imprudencia de entrar en su territorio. El grupo que iba en el frente era el de los guerreros, más atrás se quedaban los arqueros con los arcos listos con la intención de acabar con ellos.

Empezaron a disparar, pero los Baskahl eran muy rápidos, esquivaron y rompieron las flechas con sus mandíbulas y alcanzaron a los hombres. Comenzó así una sangrienta batalla.

A pesar de que los Baskahl eran jóvenes, tenían la suficiente fuerza para derribar a un hombre de un zarpazo, y así fue, más de un guerrero saltó por los aires con graves heridas de garras en los brazos y torso.

Los arqueros disparaban flechas lo más rápido que podían pero solo eran efectivas aquellas que acertaban en los ojos o la boca del Baskahl, la gruesa piel hacía de escudo natural para los proyectiles.

Eran cinco de ellos y, en pocos minutos, habían acorralado a los hombres que intentaban resistir. El grupo de humanos se había reducido así que optaron por utilizar la estrategia de combate que habían ideado.

Los arqueros distrajeron a los Baskahl mientras los guerreros pasaban por debajo de ellas y atacaban directamente a sus estómagos. Ésta era una estrategia arriesgada porque los Baskahl no dudarían en atacar a los guerreros que se encontraban bajo ellas.

Argus pasó por debajo de una de las grandes bestias y acuchilló a una de sus patas traseras dejándola sin estabilidad, así los arqueros pudieron apuntar mejor a sus puntos flacos. El resto del grupo lo imitó, aunque fueron pocos los que salieron ilesos.

Consiguieron abatir a dos de las enormes criaturas y, entonces, las tres restantes enfurecieron. Comenzaron a golpear todo lo que estuviese a su alcance, el grupo de humanos tuvo que aferrarse a su agilidad para no sucumbir ante los ataques. Los Baskahl, ciegos de cólera, se atacaban entre sí, chocaban contra las paredes del desfiladero y provocaban desprendimientos.

Dos de ellos comenzaron a pelear y mientras se debatían entre fieros mordiscos, los arqueros seguían lanzando flechas, esta vez más precisas que las anteriores. Ambos cayeron y solo quedaba uno, el capitán lo enfrentó cara a cara para que se distrajese con él. Tuvo que hacer uso de toda su experiencia para no ser alcanzado por la bestia.

Se cubría con su escudo para no ser arrojado y la provocaba con la espada, pero en uno de los ataques de la criatura, ésta le arrancó el escudo lesionando el brazo del capitán. Cuando ya estaba a su merced, una de las flecha entró por su ojo haciéndolo retorcerse de dolor. Los guerreros socorrieron al capitán y la espada de uno de ellos fue directa a la garganta del Baskahl.

Habían perdido a tres hombres que habían sido alcanzados por sus colmillos y otros dos estaban gravemente heridos entre las rocas que se habían desprendido, los demás, que solo tenían lesiones superficiales, se llevaron a sus compañeros heridos de vuelta a casa donde les aclamaron y vitorearon.
Los heridos los llevaron a los sanadores del castillo, los mejores de todo Nhast, y a los difuntos se les realizó un funeral digno de un héroe.

Argus volvió a casa donde le recibió su madre, dándole gracias a los dioses porque su hijo se encontraba bien.

—Han dicho que la cacería ha sido muy sangrienta. ¿Estás bien? —preguntaba preocupada Aife.

—Sí madre —contestó Argus— .Esta vez las bestias casi nos cazan a nosotros, pero hemos conseguido sobrevivir de algún modo —Hizo una breve pausa—  .Madre, el general Cuthos  me ha pedido que mañana vaya a verle.

Argus y Aife siempre intentaban evitar hablar de esos temas que provocaban una alta tensión en el ambiente, si alguien reclamaba al joven soldado significaba que iría en alguna otra misión peligrosa y Aife se volvería a quedar sola.

—¿Otra vez?¿Qué quiere el general esta vez? ¿Qué vayas a las Cumbres Nevadas a acabar con los trols? ­— Aife levantaba la voz dejando en evidencia la ironía y el desacuerdo por su parte de un nuevo viaje de Argus.

—No lo creo madre. Mañana veré qué es lo que quiere y te lo diré lo más pronto posible —dijo en un tono amable para intentar tranquilizarla—  .Pienso cargar con el honor que mi padre no tuvo oportunidad de llevar. Te lo prometo.

Las palabras de Argus sonaron como una bendición y, a la vez, una tragedia para Aife. Su hijo estaba dispuesto a luchar por el reino y por su padre y no podía detenerle, era su deber como hijo de un soldado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario